Fragilidad ardiente
Una
habitación en silencio. Una oscuridad callada. Un espacio muerto, frío, inmóvil, opaco.
Allí, en la
mesa, una diminuta llama ardía. Simplemente ardía. Una vela abandonada que
consumía su cera, que se encaminaba inexorablemente a un destino de negror. La
llama bailaba, se contoneaba. Esa pequeña llama, en su intento de iluminar el
mundo, apenas se iluminaba a ella sola. Pero no por ello cejaba en su empeño.
Seguía y seguía quemando, derritiendo cera blanquecina, moviéndose al son del
aire circundante e iluminando la diminuta zona donde se encontraba. Ella sabía
que debía seguir ardiendo y en su inocencia temporal persistía en su empeño y
ardía y ardía y ardía con toda su fuerza…
Su
existencia insignificante creaba una débil luz que proyectaba esperpénticas sombras
sobre la mesa, algunas de las cuales incluso se podían distinguir parpadeantes
sobre las paredes. Decidida en su ardiente tarea, luchaba contra las corrientes
de aire, que hacían de la llama una marioneta y la movían a su antojo. La
habitación, estéril y vacía, la vigilaba.
Esa pequeñez
cálida, incapaz de iluminar más allá de la mesa donde reposaba, comenzó a
palidecer. La cera, que había mantenido a la llama ardiendo, ahora estaba
derretida. Derretida por la propia llama. Pequeños estertores y parpadeos la
sacudieron; las sombras comenzaron a reducirse y a acercarse a ella; la tímida
luz, desapareció por completo. Y de repente, sin avisar, se apagó.
Y sólo quedó
una cinta ondeante de humo invisible que desaparecía en la habitación.
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