miércoles, 20 de junio de 2012

DESCRIPCIONES II


Fragilidad ardiente 

Una habitación en silencio. Una oscuridad callada. Un espacio muerto, frío,  inmóvil, opaco.
Allí, en la mesa, una diminuta llama ardía. Simplemente ardía. Una vela abandonada que consumía su cera, que se encaminaba inexorablemente a un destino de negror. La llama bailaba, se contoneaba. Esa pequeña llama, en su intento de iluminar el mundo, apenas se iluminaba a ella sola. Pero no por ello cejaba en su empeño. Seguía y seguía quemando, derritiendo cera blanquecina, moviéndose al son del aire circundante e iluminando la diminuta zona donde se encontraba. Ella sabía que debía seguir ardiendo y en su inocencia temporal persistía en su empeño y ardía y ardía y ardía con toda su fuerza… 

Su existencia insignificante creaba una débil luz que proyectaba esperpénticas sombras sobre la mesa, algunas de las cuales incluso se podían distinguir parpadeantes sobre las paredes. Decidida en su ardiente tarea, luchaba contra las corrientes de aire, que hacían de la llama una marioneta y la movían a su antojo. La habitación, estéril y vacía, la vigilaba. 

Esa pequeñez cálida, incapaz de iluminar más allá de la mesa donde reposaba, comenzó a palidecer. La cera, que había mantenido a la llama ardiendo, ahora estaba derretida. Derretida por la propia llama. Pequeños estertores y parpadeos la sacudieron; las sombras comenzaron a reducirse y a acercarse a ella; la tímida luz, desapareció por completo. Y de repente, sin avisar, se apagó. 

Y sólo quedó una cinta ondeante de humo invisible que desaparecía en la habitación.

viernes, 23 de marzo de 2012

Materialización del libro


Poeta, no regales tu libro, destrúyelo tú mismo!
Eduardo Torres

Esta frase me ha tenido obsesionado desde la primera vez que la leí. No se porqué, no podía parar de releerla. Al tiempo busqué información sobre ella, sobre su autor, sobre que pensamiento o concepto la había creado y para ser sinceros, lo que encontré no me gustó nada… 

En ella, el autor desea expresar la triste materialización que se ha hecho del libro como objeto en sí. Quien haya leído El Club Dumas, le sonarán los personajes coleccionistas de libros (bibliófilos) que encargan al protagonista Lucas Corso (un buscador incansable de éstos) un libro y un relato algo controvertidos los dos, y que llevarán Lucas a una seria de aventuras algo arriesgadas para acabar con un desenlace digno del propio Lucifer. 

Esos coleccionistas incansables son los ingredientes principales para la frase que tenemos entre manos. En “Como me deshice de 500 libros” (http://www.ctv.es/USERS/scriptorium/esp/2.2.6.htm) de Augusto Monterroso, el autor expone “mi afición por la lectura se vino contaminando con el hábito de comprar libros, hábito que en muchos casos termina por confundirse tristemente con la primera”.
La necesidad de comprar libros es una consecuencia de la necesidad de leerlos, o solo una mera necesidad de colección, que debido a que es un libro se lee (si fuera numismática o filatelia solo podríamos admirar tanto monedas como sellos respectivamente)?. Yo personalmente, tengo libros en mis estantes comprados hace tiempo que aun no he leído, y me sigo comprando libros y leyéndomelos antes que esos más antiguos… Quizá esto último responde a una cuestión de interés, interés por leer según que libros en según que periodos de tu vida y no otros, por mucho antes que te los hayas comprado…o quizá responda a esa necesidad, ésa afición al libro. Es mejor lector alguien que no se compra libros y solo los toma prestados de la biblioteca? Y cuando digo mejor lector, me refiero a lector auténtico, lector que ama por encima de todo leer y que la adquisición de un libro no supone para él nada más que un mero tramite comercial sin ningún valor añadido. Es así esto? O es que a todos los que nos gusta leer tenemos la necesidad de comprarnos libros?

Volviendo a la frasecita, supongo que el cabreo le viene por la frivolidad creada en torno al libro. Ha dejado de ser el fiel reflejo de la cultura, la sabiduría, el arte, la belleza, el pensamiento, a pasar a ser un mero objeto material que regalamos en días señalados? Poeta, no regales tu libro, destrúyelo tú mismo.

En ocasiones se produce también una especie de “efecto dominó” con según que bestsellers, en donde aparece un libro exitoso y a la semana siguiente te encuentras en las librerías títulos parecidos con tramas tan similares al de éste que alucinas. Donde se encuentra entonces la creatividad? Dónde está esa ilusión del escritor por crear algo diferente, único, que llame la atención, que le llene porque es una obra suya, una idea suya y una ilusión totalmente suya? Poeta, no regales tu libro, destrúyelo tú mismo.

Que representa un libro? Para mucha gente, infinidad de cosas, para muchas más, algo rectangular y con hojas. Ojalá se generalizase esa sensación de que un libro ha sido escrito por alguien, que ese alguien ha dedicado mucho tiempo para escribirlo ( y no me imagino ya para publicarlo), que ha querido expresar algo, transmitir una idea, sentimiento o sensación a las demás personas, que alguien al leerlo pueda sentir lo que el escritor ha sentido mientras escribía el libro o simplemente apreciar que ese escritor tiene la ilusión de querer aportar algo al mundo. Ojalá, digo, se entendiera la lectura como muchos la entendemos. Es por eso que, el que escribe, pueda llegar a tener la sensación que, aún regalando su libro, no conseguirá nada.Poeta, no regales tu libro, destrúyelo tú mismo. 

Personalmente, creo que el libro tiene personalidad. Lo coges, lo ojeas, lo abres, lees la sinopsis y lo vuelves a abrir. Entonces recuerdas cuando lo leíste, qué te hizo sentir, si tristeza, alegría, pena o miedo...que conclusiones sacaste, si lo volverías a leer o si lo recomendarías a alguien, si te inspiró para escribir algo o simplemente te fascinó la historia que contaba o el lenguaje que usaba... Si te hizo aprender algo y luego continuaste con ese aprendizaje complementándolo con otros libro...Luego lo dejas en la estantería de nuevo y te preguntas como serán el resto de libros del autor...y decides que mañana te comprarás otro de él.

viernes, 16 de marzo de 2012

DESCRIPCIONES I

Hojas muertas

El viento arrastraba una soledad infinita. Los árboles, acariciados por esta solitud, acompañaban con movimientos elegantes a ese viento que los envolvía. Agitadas hojas poblaban los follajes marrones, verdes y pardos creando un difuminado mundo de vida y muerte.

Una hoja, de una rama, de una copa, de un árbol de la colina más alejada del valle. Una hoja fibrosa y marchita, una hoja sin ya nada que aportar al este mundo que la creó. Esta hoja, nacida hace dos estaciones, asistía impávida a las inquebrantables leyes natural que sumían al otoño en un funeral caducifolio. Por fin, llegó su hora. La fraternal sabia que la había alimentado a ella y a todas sus hermanas, dejó de recorrerla. Con un súbito estremecimiento, la hoja se desprendió de la vida, de la rama del árbol que incansablemente vivía desde hace siglos, anclado en la tierra y formando con ella un mismo ser. 

Esta hoja, decíamos, atraída por la inmutable gravedad, descendía en un baile silencioso, en un juego entre ella y el viento que la movía a su antojo. Sola, pero acompañada por miles, se encaminaba a su funesto destino serpenteando entre ramas, dejando atrás amaneceres, rocíos, pájaros y trinos. 

La tierra, que una vez dio vida al árbol, se convertía ahora en una alfombra de muerte. Mantos de hojarasca se movían con el viento como en un intento de reanimar a las hojas caídas, de querer verlas una vez más acariciadas por la brisa que tantas veces las había envuelto. Pero caían de nuevo, para nunca más revivir.

El ciclo natural de la muerte, había comenzado.

RELATOS DE RUBÉN II


Ático
La delgada cortina intentaba seguir la brisa que se colaba por la ventana. Parecía una bailarina acariciando el aire mientras un silencio musical la inspiraba. Él, desde la cama, la observaba.
Hacía un rato que el silbido del aire entrando en su habitación le había despertado y desde entonces no podía dejar de mirar a la cortina en su baile nocturno. Se incorporó y mientras se sentaba en la cama, sacó un cigarrillo del paquete que tenia encima de la mesilla de noche y lo encendió. Se levantó y paseó por su pequeña habitación. Pequeñez acrecentada porque vivía en un diminuto ático en la afueras de la ciudad. En él disfrutaba de una soledad relativa, perturbada únicamente por alguno de sus estúpidos vecinos, y de un necesario alejamiento urbano, necesario al menos para él.
El hombre que le alquiló el ático arguyó que las vistas compensaban todo lo demás, aún a sabiendas de que todo lo demás era más bien poco. El comedorhabitaciónsaladeestarcocina estaba flanqueado por un ventanal orientado al este, donde matutinos rayos solares penetraban sin compasión a través de la cortina. Justo en la entrada del ático, al lado de la puerta principal discurría el territorio del baño, donde  parecía haber sido incluido por error. Con una decoración minimalista en su totalidad, el resto del espacio estaba ocupado por objetos puramente necesarios. Cama, sofá, mesa, silla y estantería estaban en deuda con el constructor de la vivienda por haber incluido éste, un armario empotrado que aliviaba mínimamente, la sensación de pequeñez del piso.
En vista de la imposibilidad para mejorar las mermadas capacidades distributivas del ático, su inquilino se consolaba con las vistas que éste ofrecía. Desde el ventanal se podía ver toda la amalgama que formaba la ciudad y sus alrededores. Rascacielos coronados por antenas repetidoras dominaban al resto de edificios esparcidos desigualmente por la ciudad, mientras que descomunales autopistas provenientes de todas direcciones penetraban en el corazón de ésta como auténticas arterias portadoras de vida. La densidad constructiva era inversamente proporcional a la distancia respecto al centro de la ciudad, por lo que alfombras de barriadas iban paulatinamente alejándose de centro urbano hasta formar un amplio circulo protector alrededor de ésta. Vivía en una barriada alejada de la ciudad, lo suficientemente alejada como para hacerle sentir que no formaba parte de la gran urbe, aunque, muy a pesar suyo, trabajara en ella.
Era de madrugada y fuera, en la calle, no paraba de llover. Se notaba el olor a humedad en el ambiente, esa presencia de microscópicas gotas de agua vaporizada en el aire. Se acercó al ventanal y lo abrió, observando la calle ahogada por la lluvia, las aceras transportando el agua hacia las sedientas alcantarillas. Un amplio torrente de humo se mezcló con el húmedo aire presente en la habitación. Una última calada y tiró la colilla por la ventana salpicada por las incesantes gotas de lluvia. Se asomó  por última vez y pudo llegar a ver un autobús a lo lejos que giraba en la esquina de su calle y se detenía en la parada situada a escasos metros de su portal. Un insignificante ser se bajó del autobús y corriendo, entró en el portal del edificio donde el inquilino del ático observaba.
El sonido del telefonillo le sobresaltó. Extrañado, fue a contestar y una voz familiar apareció al otro lado. Que hacía Rubén aquí?

RELATOS DE RUBEN I

Luces apagadas
Una densa lluvia envolvía la ciudad. La húmeda noche calaba a los transeúntes, que como fantasmas, se movían por las calles difuminadas por el aguacero.  Estrepitosos truenos se oían intermitentemente, mas los relámpagos delatores no se alcanzaban a divisar a causa de los altos edificios.
Dos faros podían intuirse, a lo lejos. La luz luchaba por avanzar entre la espesa lluvia, entre las miles de gotas que caían al paso del autobús nocturno en su ruta por la ciudad. Dentro, silencio. Silencio estropeado por el repiqueteo continuo de la lluvia sobre el techo metálico. Al fondo, en el último asiento, se encontraba Rubén. Él y el conductor eran los únicos pasajeros del autobús que rodeaba la ciudad pasando por los distintos barrios que se encontraban a las afueras. Solía hacer este tipo de excursiones nocturnas, decía que era una manera de conocer la ciudad y conocerse así mismo. Además, en el autobús se sentía diferente, no era nadie, no importaba a nadie y lo más importante, nadie le molestaba. Como mucho algún pasajero, dos en el peor de los casos, y por regla general, beodos todos e incapaces de mantener una mínima conversación. Dentro del autobús se limitaba a observar, a ver la gente caminar, discutir, darse un beso, ser felices…
Encendió un cigarrillo. El crepitar del tabaco al quemarse le produjo cierto bienestar y expulsó una amplia bocanada de grisáceo humo mientras abría la ventanilla superior del autobús. Dio otra calada al cigarro y dirigió su mirada a la calle.
Más que la ciudad, lo que le interesaba a Rubén era conocerse a si mismo. Observar por la ventana le ayudaba a dejar la mente en blanco y divagar. Hoy no se sentía especialmente cómodo ya que la pesada lluvia borraba cualquier rastro de silencio. De todas maneras, era mejor que quedarse en casa, pensaba.
En cada viaje nocturno solía dedicarse a pensar en un tema en concreto, a formarse una sólida opinión sobre algo que le interesaba. Porque en ocasiones, hablando con gente del trabajo, se sentía falto en conversación y esto delataba, además de timidez, un reducido mundo interior. Sabía que debía compensar esa falta de madurez mental, por eso le agradaba dejarse conducir por la ciudad en autobús. Se obligaba a pensar. Más bien, pensaba en que debía pensar, y eso le irritaba. Pensar en pensar, menuda tontería.
Últimamente le preocupaba  mucho la felicidad. ¿Que significaba ser feliz? Realmente no tenía ni idea. Pero, aun sin conocer su significado, sabía que no era feliz. Los que son felices lo saben, pensaba. De todos modos, esto no significaba que nunca pudiera ser feliz. Estaba en ello digamos. Solo que aun no sabia cómo conseguirlo. Se sentía con una grande pesadez interna. Como algo que existe pero que no tiene ninguna utilidad. Como una caja vacía, como una pluma sin tinta, como una luz apagada.
A fuera, la lluvia seguía ahogando las calles. Las nubes, relampagueando el cielo.
Parpadeantes neones iluminaban la entrada de un local de copas, lleno de gente bebiendo y riendo. Rubén les observó, fugazmente, a través de la cortina de agua de la ventana del autobús. Se preguntó si sabrían si son felices. Si por un instante han tenido la certidumbre de serlo. Quizás olvidan que son infelices, pensó. De todos modos sino lo sabían, al menos así lo parecían.
Los faros se alejaban, calle abajo, y desaparecían entre la espesa lluvia. Su luz, amarillenta, se tornaba grisácea a medida que la distancia aumentaba.  En una esquina, el autobús torció y desapareció.