Luces apagadas
Una densa
lluvia envolvía la ciudad. La húmeda noche calaba a los transeúntes, que como
fantasmas, se movían por las calles difuminadas por el aguacero. Estrepitosos truenos se oían
intermitentemente, mas los relámpagos delatores no se alcanzaban a divisar a
causa de los altos edificios.
Dos faros
podían intuirse, a lo lejos. La luz luchaba por avanzar entre la espesa lluvia,
entre las miles de gotas que caían al paso del autobús nocturno en su ruta por
la ciudad. Dentro, silencio. Silencio estropeado por el repiqueteo continuo de
la lluvia sobre el techo metálico. Al fondo, en el último asiento, se
encontraba Rubén. Él y el conductor eran los únicos pasajeros del autobús que
rodeaba la ciudad pasando por los distintos barrios que se encontraban a las
afueras. Solía hacer este tipo de excursiones nocturnas, decía que era una manera
de conocer la ciudad y conocerse así mismo. Además, en el autobús se sentía
diferente, no era nadie, no importaba a nadie y lo más importante, nadie le
molestaba. Como mucho algún pasajero, dos en el peor de los casos, y por regla
general, beodos todos e incapaces de mantener una mínima conversación. Dentro
del autobús se limitaba a observar, a ver la gente caminar, discutir, darse un
beso, ser felices…
Encendió un
cigarrillo. El crepitar del tabaco al quemarse le produjo cierto bienestar y
expulsó una amplia bocanada de grisáceo humo mientras abría la ventanilla
superior del autobús. Dio otra calada al cigarro y dirigió su mirada a la
calle.
Más que la
ciudad, lo que le interesaba a Rubén era conocerse a si mismo. Observar por la
ventana le ayudaba a dejar la mente en blanco y divagar. Hoy no se sentía
especialmente cómodo ya que la pesada lluvia borraba cualquier rastro de
silencio. De todas maneras, era mejor que quedarse en casa, pensaba.
En cada
viaje nocturno solía dedicarse a pensar en un tema en concreto, a formarse una sólida
opinión sobre algo que le interesaba. Porque en ocasiones, hablando con gente
del trabajo, se sentía falto en conversación y esto delataba, además de timidez,
un reducido mundo interior. Sabía que debía compensar esa falta de madurez
mental, por eso le agradaba dejarse conducir por la ciudad en autobús. Se
obligaba a pensar. Más bien, pensaba en que debía pensar, y eso le irritaba. Pensar
en pensar, menuda tontería.
Últimamente
le preocupaba mucho la felicidad. ¿Que
significaba ser feliz? Realmente no tenía ni idea. Pero, aun sin conocer su
significado, sabía que no era feliz. Los que son felices lo saben, pensaba. De
todos modos, esto no significaba que nunca pudiera ser feliz. Estaba en ello
digamos. Solo que aun no sabia cómo conseguirlo. Se sentía con una grande pesadez
interna. Como algo que existe pero que no tiene ninguna utilidad. Como una caja
vacía, como una pluma sin tinta, como una luz apagada.
A fuera, la
lluvia seguía ahogando las calles. Las nubes, relampagueando el cielo.
Parpadeantes
neones iluminaban la entrada de un local de copas, lleno de gente bebiendo y
riendo. Rubén les observó, fugazmente, a través de la cortina de agua de la
ventana del autobús. Se preguntó si sabrían si son felices. Si por un instante
han tenido la certidumbre de serlo. Quizás olvidan que son infelices, pensó. De
todos modos sino lo sabían, al menos así lo parecían.
Los faros se
alejaban, calle abajo, y desaparecían entre la espesa lluvia. Su luz,
amarillenta, se tornaba grisácea a medida que la distancia aumentaba. En una esquina, el autobús torció y desapareció.
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